domingo, 3 de abril de 2011

La sala de cine invisible


SEGUNDA PARTE


Me apetecía muchos más entrar en ese espacio enigmático y misterioso que escribirle poemas a Julia, aunque intuía que una cosa iba a llevar a la otra, al fin y al cabo el tiempo me iba a llevar a vivir nuevas experiencias y éstas me arrastrarían directamente al papel, a la hoja en blanco.


Para llegar al cine necesitaba adentrarme en esas tabernas tan frecuentadas por el espía, llenas de humo y voces y discusiones que me aturdían. Yo no solía frecuentarlas, prefería ese escenario lleno de cables y pantallas de ordenador y electricidad estática donde le hablaban al mundo los electroduendes. Pedro día tras día frecuentó la taberna "Viejas glorias", "La vaca lechera", "La peña del rincón" y las más alejadas del centro del barrio. Y en ellas había humo de puros, partidas de mús y un hábito determinado en el rostro de los comensales. Apenas había mujeres, allí solía ocupar su localidad la "butanera", Paula, que hablaba a gritos y se sonaba los mocos sonoramente en la manga de su camisa, la llevaba con mucho orgullo porque había pertencido al pequeño mundo del armario de su abuelo.


Pedro buscaba al espía y cuando le encontraba le pedía que le enseñara cómo entrar en el cine; a regañadientes el espía le decía que ya se lo contaría otro día y que si le podía invitar a una cerveza porque prefería estar anestesiado que con el peso de la memoria.


Pedro se sentó una tarde con su amante dejándose llevar por el entusiasmo, y en un momento sentenció:


-Un día te voy a llevar al cine, Julia. Se quedó callada. El silencio me dejó ver claro que la frase era desafortunada, que tendría que asegurar el tiro, que el espía me debía dar la fórmula para entrar en ese cine tan peculiar. La imaginación engrandecía el deseo, haciéndole el doble de fuerte de lo que suele ser.

lunes, 28 de febrero de 2011

La sala de cine invisible


PRIMERA PARTE


Me resultaba curioso que en mi barrio pudiera haber un cine. No había público suficiente, ni siquiera espacio para la sala y las butacas y menos aún para la pantalla, sin embargo sí que había uno, y era invisible. Se accedía a él a través de un viejo local, en apariencia olvidado, y se escondía en un backyard donde dormía tranquilo un viejo tonel y unas sillas que querían ser butacas. ¡Era increíble! A mí me habló la primera vez del cine invisible el espía, me había contado alguna tarde aburrida de lluvia que él fue a ver alguna peli con una antigua novia que tenía. Sus ojos parecían humedecerse al recordarlo.


A pesar de que el espia no me supo explicar cómo se accedía al interior y cómo se podía hacer visible la sala y su territorio de butacas y sala de proyección y pantalla, yo se lo propuse a Julia, supongo que lo único que quería era sorprenderla, y además me parecía más emocionante que los pocos poemas que le mandaba últimamente.


En efecto se lo comenté y accedió con una sonrisa en la boca, añadiendo:


-¡Vale! Pero también me gustaría que me llegara al buzón algún poema, como al principio. De los hermosamente tristes.