lunes, 5 de octubre de 2009

tienes quince segundos para imaginar; si no se te ha ocurrido nada a lo mejor deberías ver menos la tele.

Aunque pueda parecer una delirante casualidad en la calle donde convergen el monte y el agua, el lugar donde vive más o menos feliz Pedro Mari, allí donde llegan contados los periódicos y las colecciones típicas del otoño, allí a la misma hora y prácticamente todos los vecinos ven la televisión, casual o locamente el mismo programa y el mismo canal. Está todo desierto a esa hora, los sonidos desaparecen, apenas se atreven a trinar los pajarillos ante tanto silencio, incluso duermen pensando que se ha hecho de noche.

De este modo Pedro Mari sale a la calle y se sienta en un banco, y mira la ciudad a lo lejos. Se siente extraño, como cuando camina por algunas calles de la zona céntrica y observa a las familias ricas de la ciudad.

Mientras tanto como autómatas, en apariencia, los espéctadores siguen su papel delante de la televisión, una caja-mueble que tiene un lugar importante en la casa, influyendo en el espacio posible designado a los otros muebles; tal vez en lo primero que se piensa sea en esa caja llena de programas chillones y eufóricos, morbosos o llenos de sensiblerías, y en donde de vez en cuando uno se puede reconciliar con la información y el entretenimiento; ésto experimentó Pedro Mari cuando de pequeño veía La bola de cristal, o en esos días en que se ponía a ver los deuvedés del mismo programa que vendían en los quioscos.

Cuando se acaba "el programa", tras haber visto cómo se han insultado los famosos del momento, cómo la carnaza ha llegado hasta lo más profundo de las almas de los que habían seguido el ritual, salen a la calle. Algunas madres chillan a su camada, algunos hombres van a los bares a discutir y a beber. Pedro Mari ve poco a poco la transformación del barrio, "¡es curioso! ¡Cómo cambian las calles! Pedro observa cómo la plaza se llena de vida, pero hay algo extraño en el ambiente, una especie de cosaenelaire a punto de explotar, una suerte de "ángel exterminador" sobrevolando invisiblecomo un doberman queriendo soltarse de la correa de su amo. No sabe qué ocurre, entonces cierra los ojos y decide que quiere soñar con la bruja avería que mira en la bola el más cercano futuro, y ve entre la neblina la violencia de una pelea entre hombres que han salido de una de las tabernas, y cómo el espía intenta pararla y recibe un puñetazo de parte de uno de ellos.

Y dentro del sueño hay un duelo por honor, entre varias mujeres, una de ellas ha sido engañada por otra, todos susurran que se ha acostado con su marido, una cornuda enfurecida, irritada y poseída de una violencia pura y ancestral. Los golpes son cada vez más fuertes, parece que nadie intenta detener la embestida.

En el mismo sueño suena atronador un disparo de pistola, una bala sale atemorizada de una vieja Luger 2mm de la segunda Guerra Mundial. Todos piensan en el espía, en su ojo amoratado, en su debilidad física.

Se esfuma la bruja avería, lejos queda la bola de cristal con su brillo mágico y misterioso. Las ventanas escupen su marea televisiva ruidosa: se mezclan diferentes programas: gritos y ruido de metralleta, son como un animal invisible que llena el aire en apariencia tranquilo. Pedro Mari mira al infinito, tal vez la montaña no le deja ver más allá, pero se imagina la continuación infinita de la naturaleza.

Recuerda de repente las escenas de amor de la película "El amante" o la escena final donde el único lenguaje que comprenden los amantes es ese pequeño remolino de deseo y fuerza vital que habita en ellos. Pedro Mari observa el eucalipto que aguanta en la ladera del monte que divide los dos valles.

Se va a casa y enciende la televisión. Desenvuelve el deuvedé del último número de La bola de cristal. Se sienta en su pequeño mundo, espacio grande donde se reconcilia de las heridas de la vida.

Escribe en un folio: "Tienes quince segundos para imaginar; si no se te ha ocurrido nada, a lo mejor deberías ver menos la tele." Deja el bolígrafo encima de la mesilla de la sala y se sienta
para saludar de nuevo a los electroduendes.

Suena esta vez la Luger del nostálgico espía. En una temporada no podrá ir a la taberna a contar sus historias inverosímiles. Su pie herido le hace gritar, algunos pájaros se despiertan de su siesta extraña y comienzan a trinar, el aire se llena de ese forzado canto.