Más cerca del cielo que de la tierra hay un barrio-calle. Allí los domingos los vecinos se levantan por la tarde, ayunan alegres, porque el sábado por la noche comen para celebrar el fin de la semana. Llenan su cuerpo de deliciosas viandas, dulces postres y exquisita carne de cochinillo. Es una fiesta en toda regla.
En esta calle, donde tienen cabida todos los portales del barrio incluso los que no tienen número, los domingos una banda de músicos recorre la calle: un par de tambores, un clarinete, unas trompetas y un niño que toca los platillos. Detrás de ellos los vecinos se unen formando una fila que ocupa la longitud de la calle. Algunas mujeres miran desde las ventanas, otras, cerca de los músicos, miran dando palmas o animando el ritmo con la alegría aprendida de sus primeros días de juegos y noviazgos.
El espacio se llena de música, los viejos del lugar sonríen desdentados, sale incluso el barbero enseñando su barba de antes de la guerra (según cuenta en la taberna, aunque nadie parece creerle). Hay en la intimidad de una de las casas un poeta que dicen que busca palabras cada minuto del día, y que vive en un eterno despiste y que le rodean las musas, que para otros son las borracheras de anis que se pilla. El poeta mira desde el balcón la vida, un poco como un general retirado al que gusta de escuchar el bachiller, un muchacho curioso y perezoso.
Vive también en las alturas del barrio, situado al sur de la villa, cuartel general de un antiguo señorío, un barrendero guasón y un espía retirado, que cada día va inflando su leyenda a base de historias y cosas que cuenta en la taberna.
En el quiosco venden desde este mes la colección de capítulos de La bola de cristal, y Pedro Mari, que vio la serie siendo un niño, piensa comprarse toda la colección, adoraba a los electroduendes y las frases que se quedaron grabadas en su memoria:
"si no quieres ser como ellos lee"
Entre sus manos tiene ahora una novela de Orhan Pamuk. La historia de unos ilustradores turcos en el siglo XVI.Le está encantando.