domingo, 3 de abril de 2011

La sala de cine invisible


SEGUNDA PARTE


Me apetecía muchos más entrar en ese espacio enigmático y misterioso que escribirle poemas a Julia, aunque intuía que una cosa iba a llevar a la otra, al fin y al cabo el tiempo me iba a llevar a vivir nuevas experiencias y éstas me arrastrarían directamente al papel, a la hoja en blanco.


Para llegar al cine necesitaba adentrarme en esas tabernas tan frecuentadas por el espía, llenas de humo y voces y discusiones que me aturdían. Yo no solía frecuentarlas, prefería ese escenario lleno de cables y pantallas de ordenador y electricidad estática donde le hablaban al mundo los electroduendes. Pedro día tras día frecuentó la taberna "Viejas glorias", "La vaca lechera", "La peña del rincón" y las más alejadas del centro del barrio. Y en ellas había humo de puros, partidas de mús y un hábito determinado en el rostro de los comensales. Apenas había mujeres, allí solía ocupar su localidad la "butanera", Paula, que hablaba a gritos y se sonaba los mocos sonoramente en la manga de su camisa, la llevaba con mucho orgullo porque había pertencido al pequeño mundo del armario de su abuelo.


Pedro buscaba al espía y cuando le encontraba le pedía que le enseñara cómo entrar en el cine; a regañadientes el espía le decía que ya se lo contaría otro día y que si le podía invitar a una cerveza porque prefería estar anestesiado que con el peso de la memoria.


Pedro se sentó una tarde con su amante dejándose llevar por el entusiasmo, y en un momento sentenció:


-Un día te voy a llevar al cine, Julia. Se quedó callada. El silencio me dejó ver claro que la frase era desafortunada, que tendría que asegurar el tiro, que el espía me debía dar la fórmula para entrar en ese cine tan peculiar. La imaginación engrandecía el deseo, haciéndole el doble de fuerte de lo que suele ser.