miércoles, 10 de marzo de 2010

A veces alguien aparece y

Pedro Mari observaba a las gentes del barrio caminar, en apariencia sin un rumbo fijo, bajo la sencilla ley física del equilibrio: un pie adelante y otro detrás. Cada paso parecía un impulso misterioso, la creación caótica de un camino lleno de baches. Y así se paró a pensar hacía dónde iban, qué pensarían, rumiando cosas del pasado, más o menos lejanas, o simplemente viviendo un puro presente, detenido por especulaciones de futuro, abstracciones inadecuadas o pesadas, o tal vez diseñando un rencor por una herida aún abierta. ¿Qué recóndito juego dormía en el silencio del espía, de los clientes habituales de la taberna, en el bisbiseo de las mujeres mayores que parecían susurrarle a la muerte que se las llevara donde las esperaban sus maridos fallecidos?

Aparentemente el movimiento de cada uno tenía una instintiva lógica. La afición de Pedro Mari a los fascículos de La bola de cristal recubría con una pátina su ilusión, llenándole los pulmones de un aire nutritivo y renovado. Se alegraba antes, durante y después. Algún amigo le calificó de "friki", pero a él no le importaba, en secreto se decía a si mismo que fue un acierto siempre alimentar su entusiasmo.

Pero el mundo está hecho en tres dimensiones y a veces uno necesita ver las cosas con la perspectiva de alguien que te acompaña, escucharse en otra voz, conversar en voz alta con esa compañía íntima: dos mundos, dos planetas intentando entenderse. Cuando Pedro Mari se enzarzaba en esos monólogos recurría siempre a su libro de cabecera: El Principito, allí encontraba siempre las palabras que mejor reconocían su mundo interior; él también iba de planeta en planeta, y había oído hablar de los "baobabs". Una de las veces que pensó en buscar una "petite amie" como se dice en francés se se acordó de su prima Angélica, y de los veranos en la capital, el calor y la risa contagiosa de ella ya suponían en aquella época el caldo de cultivo de su primer amor romántico; pero de eso hacía ya muchos años.

Entonces en un martes de primavera, como a veces aparece alguien..., apareció ella. Julia era una nueva vecina, demasiado sofisticada para el barrio, muy segura de sí misma y con un sombrero al estilo francés que llamó la atención desde el principio a Pedro Mari, sobre todo a él. Para aquellos días el gran aficionado a la serie de los electroduendes había aprendido a contener su corazón, aunque sabía que eso no se logra del todo, si bien es verdad que se aprende a esperar, a buscar la oportunidad cuando la intuición te lo manda, y que las "calabazas" no resultaban tan amargas.

A través de algún amigo se fue enterando de los datos que le podían ayudar a acercarse a Julia, de la que no sabía nada.


En los libros de poesía que fue tomando prestado de la biblioteca popular del barrio fue tomando las notas para entender mejor lo que podía gustarle a ella, en el caso de que apreciara los versos y la musicalidad. Incluso se atrevió a escribir los suyos propios:

Desconocida viajera
que surcas hoy
caminos y senderos de piedra
entre el tumulto de los pasos
y los sinuosos pensamientos íntimos del silencio
surges repentina, rojiza flor
seguro tallo
entre el rumiar de fuentes y arroyos.
Mi mano te sueña
tranquila. Amigable te sueña
a mi lado, compañera, amiga
cercana te quisiera.

No importa el por qué.
Basta el nosotros.